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El Brutalista: arquitectura, ambición y escombros

Rainer Tuñón C:

El brutalismo (derivado del francés ‘béton brut’), es un movimiento arquitectónico que propone diseños rigurosos, minimalistas y retrospectivos que desafían la nostalgia dentro de las corrientes filosóficas surgidas tras la Segunda Guerra Mundial. Según los teóricos, se caracteriza por el uso de estructuras masivas de hormigón crudo, formas geométricas audaces y un diseño que prioriza la funcionalidad sobre la estética decorativa.

Alison y Peter Smithson, pioneros de esta corriente, describieron al brutalismo como un “intento de hacer frente a una sociedad marcada por la producción masiva y extraer la ruda poesía de las confusas y poderosas fuerzas que en ella se mueven»; mientras que el crítico John Baker estableció que «la arquitectura brutalista no responde a la estética, sino a la ética de los espacios urbanos.»

Este año, el director Brady Corbet (Vox Lux, 2018) explora en el filme El brutalista la dureza y la honestidad como parteaguas de la experiencia humana desde la visión de un arquitecto húngaro que sobrevive al holocausto y emigra hacia los Estados Unidos, aquella inhóspita tierra de oportunidades que endulza a sus migrantes para que ansíen disfrutar de las mieles del pretendido “sueño americano” y se estrellen con la difícil realdad.

Así, su protagonista, László Tóth (un magistral Adrien Brody, ganador del Óscar por El pianista y nominado nuevamente por este drama de época), se debate entre su lucha por superar los obstáculos como extranjero en un entorno podrirlo en esencia, y el sufrimiento de sus familiares y cercanos que, a propósito del discurso de la resiliencia, intenta sobrellevar la soledad, la discriminación y la sensación de no pertenecer a un entorno que constantemente les impone desafíos.

Curiosamente, hace algunos años, en formato de vídeo, disfruté de El vientre del arquitecto (1987), de Peter Greenaway, con Brian Dennehy, sobre la obsesión del trabajo y el deterioro de salud de un arquitecto contratado para supervisar un proyecto en Roma; y años más tarde, Petróleo sangriento (2007) de Paul Thomas Anderson, sobre la apetito descarnado del ser humano y lo duro de conquistar sin piedad el sueño americano, películas que me resultaron como interesantes referentes para reflexionar ante un drama de este calibre.

Aunque su guion aborda más temas de los que en realidad logra desarrollar, se distancia de la profundidad al exponer conceptos arquitectónicos que por ahí desliza, aborda situaciones sobre excesos en el consumo de drogas, al tiempo que ofrece lecturas de apariencia simple sobre el abordaje de la sexualidad que merecerían un análisis más exhaustivo.

El brutalista, nominada a 10 premios Oscar este año, es un monumental espectáculo de cine, puro, crudo y duro, que seduce a la audiencia con un relato de corte clásico y solemne en su extensión de 3 horas con 35 minutos (incluye 15 minutos de intermedio), cuya primera mitad es más densa que su atropellado desenlace, y cuenta con calidad técnica de innegable factura, a propósito de los 10 millones de dólares que costó realizarla. En fin, se trata de un enriquecedor ensayo sobre el ejercicio del poder que nos acerca más al calvario del inmigrante y sus expectativas ante la nueva sociedad la cual está destinado a sobrevivir.

 

Foto: A24/Focus Features